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LA MASTURBACIÓN (Cazadores de Mitos)

Escrito por Quimico, martes, 09 de enero de 2018, 08:19 (2297 days hace...)

Este es uno de los cuentos que conforman el libro "Secreciones, excreciones y desatinos", del brasileño Rubem Fonseca. Su extensión es de una cuartilla y media.Saludos

Mecanismos de defensa

Leeuwenhoeck, que era dueño de una mercería, inventó el microscopio para ver microbios. Se masturbaba y después examinaba su propio esperma par contemplar aquella miríada de minúsculas criaturas, que poseían cabeza y cola, moviéndose alucinadamente. El fue el primero que vio estos seres en el mundo.
Godofredo leyó eso en un libro. Inspirado en Leeuwenhoeck, compró un microscopio para examinar su esperma. Pero mientras que el holandés examinó otras secreciones y excreciones de su propio cuerpo ?heces, orina, saliva- Godofredo se interesó sólo por el semen. Hasta entonces, todo lo que conocía sobre ese fluido era su olor a blanqueador, y también el hecho de que contenía espermatozoides que podían embarazar a una mujer. El blanqueador, leyó en una botella de ese desinfectante que tenía en casa, estaba hecho de hipoclorito, hidróxido y cloruro de sodio.
Pero aquellos diminutos animales que veía en la viscosa secreción blanquecina eyaculada por su pene y embarrada en el portaobjetos del microscopio no podrían vivir en un líquido que servía para limpiar excusados, coladeras, lavabos y botes de basura.
Godofredo salió y recorrió varias librerías, donde compró libros que pudieran aclarar sus dudas. Después de leer uno de ellos, concluyó que el olor a blanqueador debía provenir del sodio que contiene el semen. Tal vez los aminoácidos, el fósforo, el potasio, el calcio y el zinc contribuyeran también, de alguna forma, a aquel olor a detergente.
Estudió también los espermatozoides. Tenían dos partes, una cola y una cabeza, de formato plano y almendrado, que Godofredo podía distinguir fácilmente en el microscopio, a pesar de que esa cabeza, según los libros que había comprado, tuviera apenas de cuatro a cinco micras de longitud y de dos a tres micras de ancho. Y era en aquella micrométrica cabeza donde se localizaba el núcleo en que estaban las moléculas genéticas llamadas cromosomas, responsables de la transmisión de las características específicas de él, Godofredo, como el color verde de sus ojos, su cabello castaño liso, su piel blanca- si un día llegara a tener un hijo. Una pulgada tenía 25 mil micras, los bichitos eran realmente pequeños. No tenía noción exacta de lo que era una micra, pero lo cierto, concluyó, era que, así como la cabeza era la parte más importante del hombre, en el espermatozoide ocurría lo mismo. La cola apenas servía para mover la célula, ondulando y vibrando, para que los espermatozoides compitieran a ver quién llegaba primero hasta el óvulo, que salvaría de la extinción a aquel gameto masculino. Fertilizar o morir, era el lema de los cuatrocientos millones de espermatozoides que contenía una eyaculación. Apenas uno solía escapar. La mortandad de estos seres no tenía igual en la historia de las catástrofes.
La masturbación diaria y el microscopio le permitían a Godofredo el acceso a un saber que antes no poseía. Esto es bueno, decía para sus adentros. Pero, después de un tiempo, Godofredo se masturbaba y ya no colocaba el semen en el portaobjetos. Había perdido el interés, aquel movimiento le parecía ahora un grotesco ballet improvisado sobre una música dodecafónica. ¿Entonces aquella curiosidad científica no pasaba de ser un pretexto para masturbarse? ¿Y, si así fuera? Como diría el personaje de una película famosa: ?¡Hey, no hablen mal de la masturbación! Es sexo con alguien a quien amo?.
Godofredo desarrolló una tesis, según la cual el sexo entre dos personas podía causar la mutua destrucción, pero la masturbación a solas no podía provocar ningún mal. Para comprobar su punto de vista, hacía suya la afirmación de un psiquiatra de renombre, autor de varios libros científicos: la masturbación era la principal actividad sexual de la humanidad, algo que en el siglo XIX era una enfermedad, pero que en el siglo XX era una cura. Y en el siglo XXI, Godofredo agregaba, con los graves problemas de comunicación agravados por Internet, con los sufrimientos causados por nuestros inevitables brotes de egocentrismo y narcisismo, con las frustraciones resultantes del deterioro del medio ambiente, la masturbación era el más puro de los placeres que nos quedaban. Y las mujeres, a quienes siempre les fueron negados todos los placeres, podían encontrar en la masturbación una fuente redentora de deleite y alegría.
Un onanista que se respete, decía, se masturba diariamente. Godofredo tenía cuarenta años, la edad del esplendor del onanista, según él, pero reconocía que no existía un rango de edad mejor que otro para esa actividad; cuando tuviera ochenta años, seguramente escojería esa edad provecta como la ideal, convencido de que a partir de los doce años y hasta la muerte, el individuo está en condiciones de practicar la masturbación de manera más saludable y placentera. De acuerdo a sus teorías, además de la edad, no existían otras limitaciones, de constitución física, condición social y económica, escolaridad, etnia. Nada de eso interfería creando obstáculos o atenuando de alguna forma las emociones liberadas por aquella actividad. Si el tipo no poseía dinero para comprar uno de esos lubricantes que vendían en la farmacia y que tornaban más agradable la fricción del pene, podría muy bien usar cualquier otra sustancia oleaginosa más barata, como el aceite de soya que se usa para cocinar. Además, no importaba si la persona era gorda o delgada, alta o baja, fea o bonita, negra o blanca, tímida o agresiva, culta o analfabeta, sorda o muda, pues sentiría de la misma manera la emoción fuerte que provocaba la masturbación. En cuanto a los aspectos higiénicos, no existían casos de enfermedades adquiridas por practicar el onanismo.
Masturbación y pensamiento debían estar siempre asociados, en una demostración de la indisoluble unión del cuerpo y la mente. Había muchos que no pensaban, apenas usaban, simultáneamente, como burdo estimulante, el sentido de la visión. Pero, en aquel momento glorioso, el buen onanista pensaba. Yo pienso, decía.
¿Pensaba en qué? Cuando se masturbaba, pensaba en una mujer, en una determinada mujer. Sabía que, si en vez de pensar en tal mujer, la tuviera en sus brazos, la relación sexual entre ellos sería una perfecta comunión física y espiritual.
Godofredo llamó por teléfono a esa mujer que no salía de su mente. Quien contestó fue la hermana. Los teléfonos modernos son muy sensibles, y él oyó que la hermana decía con voz sorda, pues había puesto la mano en la bocina del aparato: ?Es Godofredo que quiere hablar contigo?. Y entonces también oyó la respuesta, que la mujer de sus sueños gritó: ?Ya te dije que no estoy para ese imbécil?.
Nada, pensó Godofredo nuevamente, estaba más cerca de la felicidad y el equilibrio emocional del ser humano que la masturbación. Era el pasatiempo de los dioses del Olimpo, el paraíso de los mortales, delicia de delicias, el gran alimento de cuerpo y alma.

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